Ciudad: Getxo
Provincia: Bizkaia
País: España
Horario: Instalaciones al aire libre
Lugar: Diferentes lugares de la ciudad
Web: Getxophoto
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PLAY
Si el año pasado hacíamos un llamamiento a la PAUSA, a detenernos y a bajar el ritmo, en esta edición de Getxophoto os animamos a todo lo contrario: a pulsar el botón de encendido. Este año, vamos a darle al PLAY.
¿Pero, qué significa esto? Además de ser la tecla más deseada de nuestros dispositivos, esa que usamos para reproducir imagen, música y todo tipo de audiovisuales, play remite en primer lugar a la idea de ponerse en marcha. Evoca estímulo y movimiento, impulso y vivacidad. Igual que damos al play de canciones favoritas, nos damos al play a nosotras mismas cuando nos arrancamos a hacer algo, cuando nos venimos arriba. Y es esta idea de activación –de pulsar el botón de la vida– la que mejor corresponde con el sentido original de la palabra. Porque play en inglés significa literalmente jugar, probablemente la ocupación humana más creativa que existe.
El juego es central a la historia de la humanidad. No obstante, durante mucho tiempo se ha considerado una actividad sin importancia, una suerte de patio trasero de la cultura; se le ha confinado al mundo de la infancia o identificado solo a través de los juguetes. Sin embargo, jugar es una actividad compleja que se muestra bajo distintas apariencias. El deporte y las competiciones son juegos. También las apuestas y los juegos de azar. Y por supuesto todas las formas de entretenimiento, desde los videojuegos hasta las artes de la escena pues, en muchos idiomas, jugar significa también interpretar un personaje o tocar un instrumento.
Por eso, ofrecer una definición única de juego es poco más que imposible. Algunos de ellos imponen muchas reglas mientras que otros dan paso al reino de la libertad total; unos son individuales y otros colectivos; algunos son pura diversión y otros tremendamente serios. Lo que está claro es que el juego es una práctica humana de primer orden, básica en el aprendizaje, presente en todos ámbitos de la vida e inseparable de las artes. Cuando decimos play, por tanto, nos referimos a ese inmenso universo de activaciones y, en particular, a su impacto en el imaginario.
EL CÍRCULO SAGRADO
Si nos fijamos en las imágenes que nos vienen a la cabeza cuando pensamos en la idea de juego, probablemente todas tienen algo en común: casi siempre aparece un terreno limitado por unas marcas en el suelo, un mundo paralelo fuera de la realidad, un acto social en el que rigen unas normas distintas o, en general, un estado de excepción separado del curso ordinario de las cosas. El juego, dicen quienes se dedican a estudiarlo, es algo parecido a un círculo sagrado, un espacio-tiempo de carácter ritual que activa a su alrededor una comunidad de fieles. Un partido de fútbol es una ceremonia, de la misma manera que la obra de teatro que se desarrolla sobre el escenario. Igual que una partida de cartas o una carrera de sacos. Igual que una fiesta de disfraces o una sesión de videoconsola. Todas estas situaciones se desenvuelven en entornos acotados, sometidos a su propia ley.
El primero en fijarse en esta dimensión ritual del juego fue un historiador neerlandés llamado Johan Huizinga que, en los años 30, lanzó la idea provocadora de que los seres humanos no destacamos ni por la inteligencia (homo sapiens) ni por la fabricación de herramientas (homo faber), sino por nuestra obsesión por jugar. En su ensayo Homo ludens (1938), afirma que todas las manifestaciones importantes de la cultura // lo cultural? –en todas las civilizaciones– poseen un componente lúdico. Del juego proviene la liturgia, la poesía, la filosofía, las instituciones jurídicas e incluso la guerra.
Este origen sagrado, vinculado con la construcción trascendente de la comunidad, se encuentra en muchos juegos que se mantienen hasta la actualidad. En América precolombina, el torneo de pelota representaba un combate por el dominio de los astros donde la esfera –el balón– era el equivalente del sol. En Oriente, las cometas simbolizaban el alma de los difuntos, imaginariamente conectadas a la tierra y entregadas al movimiento de las corrientes de aire. En el antiguo Egipto, las tumbas de los faraones incluían tableros de damas con los que, bajo los auspicios de Osiris, la persona difunta se jugaba la vida eterna. Según Huizinga, el juego posee una función simbólica que sintetiza y sublima un propósito social. Al escenificar una acción, se busca incidir en el orden del cosmos y propiciar un acontecimiento. Enraizado en lo ritual, el juego cambia el mundo.
La siguiente etapa en el reconocimiento del juego como objeto cultural digno de estudio llega con Donald W. Winnicott, pediatra y psicoanalista británico, autor de la teoría del “objeto transicional”. Winnicott llama así al objeto que ayuda al bebé a separarse del seno materno y reconocerse como independiente. Este objeto casi siempre toma la forma de un juguete, y aunque puede ser cualquier otra cosa, lo importante es el fenómeno de transición que acompaña. Jugar, dice Winnicott, es una forma temprana de pensamiento. Cuando juega, la niña o el niño entiende la diferencia entre su yo y el afuera, experimenta con la percepción y desarrolla un vínculo creativo con el mundo. “Solo en el juego puede el individuo ser creativo y solo siendo creativo el individuo se descubre a sí mismo”.
DE LA COMPETICIÓN AL VÉRTIGO
Por su vínculo con la creatividad, el juego se vincula de forma natural con las prácticas artísticas. Pero su impacto en el campo de la cultura, y en particular en el terreno de la imagen y la cultura visual, pasa a otro nivel con la explosión de las industrias del ocio y el entretenimiento en el siglo XX. No es casualidad que la teoría más fecunda sobre el juego provenga del miembro de un movimiento artístico de vanguardia: el sociólogo y surrealista Roger Caillois. En Los juegos y los hombres (1958), Caillois propone cuatro categorías o puertas de entrada a la diversidad de la experiencia lúdica: la competición (calificada con el término griego de agôn), el azar (alea), la simulación (mimicry) y el vértigo (ilinx). Más de medio siglo después, estas categorías siguen siendo válidas para entender el juego contemporáneo, desde los espectáculos deportivos de masas hasta los videojuegos multijugador en línea.
A la primera categoría (agôn) pertenecen los deportes y todos los juegos de rivalidad. Da igual si se mide la destreza, la fuerza o la memoria, el objetivo es vencer al contrincante, afirmar la superioridad y llevar a casa la victoria, en forma de trofeo o de prestigio. Por esta razón, las competiciones son grandes ceremonias de identidad colectiva. Ganar es también el objeto de la segunda categoría (alea) que corresponde a los juegos de azar, aunque, en este caso, el resultado no depende tanto de la pericia como de la suerte. Si en las cartas hay cierto margen de maniobra, en los dados, el bingo o la ruleta el jugador es un ente pasivo que acepta su buena o mala fortuna. Sin embargo, esta falta de acción se compensa por la adrenalina. El estímulo no es ganar sino más bien el riesgo y su derivada espectacular: la puesta en escena del peligro.
La tercera categoría (mimicry) coincide con las actividades de entretenimiento pues en ella están contenidas todas las artes gobernadas por las musas: el teatro, la poesía o la música. Tanto en los idiomas anglosajones como en muchas lenguas latinas, jugar significa interpretar, ya sea el personaje de Hamlet, las rimas de un soneto o los acordes de un tema a la guitarra. Jugar es adentrarse en el mundo mágico del show y la mascarada, de la ficción y la simulación. La cuarta categoría, por último, se refiere al vértigo (ilix) característico de las diversiones más memorables de la infancia –rodar por una campa, tirarse por un tobogán– y de muchas formas de juego adulto vinculadas con la pérdida de control. Los parques de atracciones, las fiestas populares y, por supuesto, los juegos de arcade pertenecen a esta categoría marcada por el frenesí, la agitación, la velocidad o incluso la locura. Aquí el juego aparece como una fuerza dionisíaca. Un torbellino –pues ese es el significado literal de la palabra griega ilix– que resume bien la sobreabundancia visual contemporánea, pues si hay algo que define el presente es la relación descontrolada y vertiginosa que mantenemos con la imagen.
Pero, de todas las expresiones actuales del juego, la de mayor impacto en el campo de lo visual es sin duda el videojuego. Aún rodeado de un sinfín de estereotipos –por su condición popular, su carácter tecnológicamente mediado, la incomprensión de la que es objeto fuera de su comunidad de practicantes– es sin embargo la expresión cultural más emblemática del siglo XXI, la que ha inventado una forma de experiencia inédita. En el videojuego, la pulsión lúdica que recorre la historia de la civilización se une con la extensión tecnológica característica del sujeto contemporáneo, que es el código informático. El círculo sagrado, esencia del juego en todas sus variantes, se reactiva y se traduce a un nuevo régimen de la imagen cuyo potencial empezamos apenas a vislumbrar.
Estas aproximaciones a la idea del juego están presentes en la próxima edición de Getxophoto. Algunos proyectos lo abordan como una temática, siempre abierta a nuevas lecturas, mientras que otros se constituyen como una propuesta lúdica en sí misma, una invitación a jugar con y a través de las imágenes. Pero todos ellos parten del convencimiento de que el juego es un fenómeno relevante y merecedor de atención que nos reúne, nos cuestiona y nos explica; que no deja de cambiar y sorprendernos, y a través del cual nos retratamos como sociedad.
En Getxophoto 2024 encontrarás propuestas que, desde el campo de la imagen y la fotografía, exploran el juego y el jugar desde estos puntos de vista y desde otros muchos más.
¿Jugamos?