Antifoto
La fotografía, en mayúsculas, entendida bien como medio de expresión artística, bien como medio documental, de archivo o como otro noble uso, tiene marcadas de entrada unas pautas a seguir, una forma, digamos académica, de realizarse para que según los puristas, pueda considerarse una fotografía correcta.
Una composición que incluya en la fotografía suficientes elementos, cada uno en su sitio.
Que el punto de interés se sitúe a la derecha, para poder leer toda la foto antes de llegar a lo importante.
Unas líneas de fuga que nos lleven a ese punto protagonista.
Regla de los tercios, enfoque perfecto, gama de grises o de colores, contraste, etc, etc, de forma que pueda pensarse que cumpliendo todas esas normas o reglas, nuestra fotografía será sin duda una gran foto, merecedora de más de un premio.
Todo el mundo sabe que eso no es así. A menudo, vemos fotografías muy bien realizadas en todos los puntos anteriores, que no nos dicen nada, que carecen de contexto y que por sí solas nos resultan aburridas.
Es cierto que para considerarse fotógrafo, tenemos que conocer todas esas reglas y usarlas si son necesarias para nuestro trabajo y también hay que conocer la cámara que se usa y sus posibilidades, para poder sacarle todo lo que tiene, de forma que una vez que conocemos donde estamos metidos, podamos romper con todas esas reglas y realizar un trabajo más personal, disruptor o que sencillamente, no se pueda homologar a otros conocidos.
Pero como fotógrafos, que buscamos en cada toma nuestra mejor foto, olvidamos a menudo la importancia que tiene la fotografía para la sociedad. Nunca se dispararon más fotografías que hoy en día, pero es verdad que nunca se guardaron menos, aunque estén dentro de un aparato.
Ante cualquier catástrofe, todo el mundo intenta salvar los papeles del seguro y la caja de las fotos. Es nuestra conexión con el pasado, los recuerdos de toda la vida metidos en esas maravillosas cajas metálicas.
Este tipo de fotos, conocido como fotografía vernácula, puede llegar a estructurar toda una vida llena de recuerdos, o servir a investigadores para conocer en cada etapa del tiempo como éramos, vestíamos o nos peinábamos.
Nos encanta ver todas esas fotos que nos trasladan a años atrás, incluso años anteriores a nuestro propio nacimiento, porque es también la historia de nuestras familias la que se cuenta en el contenido de esas cajas.
No hay que olvidar dentro de este género, las fotos realizadas en viajes. La importancia que tienen, ya que seguramente no se puedan volver a repetir, y como nos gusta volver a verlas con el tiempo, es como volver a viajar de nuevo a esos lugares.
Este contexto de la fotografía vernácula de viajes es el que me ha llevado a escribir este artículo, a partir de una fotografía que la gran Ana Cayuela, @bidireccional en redes, se encontró al lado de un contenedor y que amablemente me regaló.
Esa fotografía, que acompaña este artículo, es a simple vista un claro ejemplo de lo que puede llamarse antifotografía: una pareja delante de la torre Eiffel, lo suficientemente lejos de la cámara como para que solo les reconozcan los muy allegados, un fotógrafo que pulsa el botón y corre a ponerse en la escena, quedando a mitad de camino y proyectando una enorme sombra.
En principio, todo mal.
Pero esta fotografía, que encontramos enmarcada, ha estado casi con toda seguridad, colgada en una pared de alguna casa, o apoyada encima de algún mueble junto a otros recuerdos durante años.
Es la prueba del viaje, el recuerdo de unos días felices, el vínculo con gente a la que se quiso en vida y que ya no están con nosotros. Es, en definitiva, la imagen de un trocito de nuestra vida, la memoria visual de cada uno de nosotros y en ese contexto, esa foto pasa de ser la antifoto a ser parte importante de la vida de todos.
No importa, por lo tanto, que sea una foto “correcta”. Su valor reside en lo sentimental y aporta a los implicados todo aquello que en el momento de dispararse se esperaba.
Pensando en todo esto, ¿podemos realmente llamar antifoto a esta fotografía? o ¿es más una antifoto, aquella disparada con intención artística, que cumple todos los requisitos y que aún así no aporta ningún tipo de satisfacción a quien la mira?
Aquí dejo esta reflexión y abro el debate, pero anticipo mi opinión: la fotografía, cualquiera de ellas, tiene valor en tanto haya alguien a quien le sirva, en cualquier contexto; y carece de valor si aunque detrás de la imagen haya una gran producción y el resultado no alcanza el objetivo inicial.
¿Tú qué piensas?