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Exposición ‘Parte 1 - Ocurrió a la vista de todos, 1936; Parte 2 - Pero se hizo un silencio que llega hasta hoy, 2023’, de Ana Teresa Ortega y Clemente Bernad


Ciudad: Madrid

Provincia: Madrid

País: España

Web: 1 Mira Madrid

Instagram: 1 Mira Madrid

Email: info@1miramadrid.com

Teléfono: 912 40 05 04

Horario: Martes - Viernes: 10 a.m. - 8 p.m. Sábados: 11 a.m. - 8 p.m.

Lugar: 1 Mira Madrid - Argumosa 16, bajo dcha. 28012 Madrid, España

EL SILENCIO DE LAS CUNETAS

“Quiero el descanso de los que buscan y el de los que no han sido encontrados.”         Sara Uribe, Antígona González, México 2012.

Ponerle prosa a imágenes como éstas es un cometido que tiene más dificultades de las que son habituales, diríase que bastantes más.  Siempre es difícil poner en relación palabra e imagen, surgen mil problemas, pero este caso es singular, porque el problema es sólo uno: que las palabras faltan.  Desaparecidas, envueltas por una bruma espesa tal vez, se niegan a comparecer.  Ni siquiera es un problema a decir verdad, es más bien una evidencia. Que no hay nada que añadir. Es como si ya todo hubiera quedado dicho y estuvieran agotadas todas las reservas de significación.  La primera impresión es ésta, un silencio atmosférico, dominante, del que puede llegar a sentirse su peso.  O su gravedad, quizá mejor.  El silencio como una energía disipativa que surgiría de cada una de las piezas, para ir enseñoreándose poco a poco de todo el espacio – puede que ésta fuera una buena manera de imaginarlo, de un modo asequible para la palabra.  Nombrando la impresión reinante.

Luego, a poco que se pondere este silencio, va apareciendo en él una especie de distorsión interna, algo que chirría por dentro.  Y es que estamos demasiado acostumbrados a asociar la paz y el silencio, el silencio y la paz, como para poder discernir a la primera porqué se presenta aquí tan desavenida la pareja, y por qué este silencio que irradia de las imágenes es tan desapacible. Y escuece recordar entonces que no todos los silencios son de paz, que también hay silencios que celebran la guerra.  Que hay silencios que mantienen viva una memoria de la guerra; una, la memoria de los vencedores, perpetuándose en el gesto de seguir sepultando la memoria de los vencidos en el silencio.  Durante demasiados años, sin voz siquiera.  Sin nombre.  Y es que no, no se ha puesto el debido punto y final a aquella guerra, aún hoy, más de ochenta años después (la mitad bajo una tiranía, la otra mitad en democracia), los vencedores siguen adeudándonoslo todavía.  Esta es la impresión que viene a sedimentarse luego, a plomo.  La deuda pendiente.

A principios de la presente legislatura se dijo en el Parlamento, lo dijo el Presidente Sánchez: ”España es el segundo país del mundo en número de desaparecidos, después de Camboya”.  Son más de cien mil, según el auto dictado por el juez Garzón, en noviembre de 2008.  Y evidentemente, no todas esas fosas comunes están en las cunetas de los caminos; los restos de un buen número de desaparecidos están otros lugares; en el monte o los campos, o junto a la tapia de los cementerios.  Así y todo, desde que  comenzaron a ser posibles las exhumaciones, las cunetas han ido poco a poco cargándose de valor simbólico; cada vez más, hasta convertirse en un emblema.  De una evidencia primaria: en las cunetas yacen aquellos a los que no se quería en el pueblo, marcados por los nuevos propietarios para su eliminación.  En su latín originario, el significado de la palabra era éste, “echar fuera de casa” (ex-limen: fuera del umbral); aunque en la actualidad, la Real Academia añade además como sinónimos: “matar” y “asesinar”.  Igual se comportaron los nuevos propietarios de la patria, durante bastantes años, con todos aquellos que pudieran ser un estorbo para sus expolios, legitimados por derecho de conquista.  De esta vergüenza se convirtieron en emblema las cunetas. De un silencio tóxico.

*

Ponerle imágenes a este silencio es sin duda un problema sumamente delicado, a muy diferentes niveles, comenzando por el género al que pertenecen, la fotografía documental, que lejos de servir de coartada para nada, él mismo exige ser recapacitado en cada caso con mucho miramiento.  En este sentido, cada una de las series que aquí se presentan podría ser entendida como el resultado de una toma de posición muy concreta ante el problema.  Son ejercicios artísticos, en los que la cámara obedeciendo descubre, y a la inversa, al descubrir, obedece; son experimentos también, en los que se trata de hacer que cristalicen algunas de las esquinas de ese silencio.

En la primera parte de esta exposición, “Ocurrió a la vista de todos, 1936”, la primera serie de Ana Teresa Ortega, “Cartografías silenciadas”, responde a una pregunta muy simple: ¿qué apariencia tienen hoy los lugares de encierro del horror fascista? Y la respuesta que dan las obras establece un pulso meditativo: la sucesión de los edificios, los paisajes que en ocasiones los acompañan, sus fuertes simetrías, el contraste entre lo que se sabe y  lo que se ve, y una precisión luminosa que modifica seriamente el registro habitual de la visión, todo ello le brinda un punto de gravedad pensativa a la mirada de quien lo observa.  Encontraremos estos mismos rasgos de estilo en “Trabajos forzados”, y también la misma pregunta casi, que aquí se responde inventariando a día de hoy la obra pública construida con mano de obra esclava: presas y pantanos; minas, fábricas y ferrocarriles… La impresión que producen estas obras monumentales, construidas a mano, piedra a piedra, por los presos republicanos, nos lleva a los tiempos de las pirámides.

Por su parte, las imágenes de Clemente Bernad, en “Lo mejor del mundo”, cazan al vuelo.  La cámara es el ojo del cazador atento al salto de la presa.  Y su lugar de caza es ese pedazo de historia nuestra que, todavía hoy, solo conserva la mitad de su memoria.  Sus pasos pisan la misma tierra en la que sucedieron acontecimientos tan terribles cuando la guerra o bajo el fascismo, acechando el momento,  la conmoción de la memoria.  Ojos de piedra que nos miran, desde muy adentro, muchos, inventando diferentes rostros cada par; un árbol que se niega a caer: su grito sufrido; y luego, unas cuantas plumas blancas sobre la pinaza.  O la boca misma del infierno que se abre en un muro de ladrillo.  La memoria va encontrando sus huellas en el momento conmovedor que de pronto encuadra en el paisaje un detalle que hace señales.  En cambio, en “Do you remember Franco?” el cazador es ahora un hombre armado, que va al encuentro de aquellas heridas infringidas a su memoria que todavía están vivas: el Valle de los Caídos, el Arco de la Victoria en Madrid, y el Monumento a los Caídos de Pamplona.  Y sus pasos se acompañan con la canción de Phil Ochs, “Spanish Lament” (On My Way, 1963): Do you remember Franco / Hitler’s old ally? / He butchered Spain’s democracy. / Half a million free men died… Con su recuerdo parece convocar a presencia todos los ecos del romancero de la resistencia republicana: su lucha, su derrota, y su exilio (interior o exterior) también.

Y añádase a lo anterior que, en la segunda parte de la exposición, “Pero se hizo un silencio que llega hasta hoy, 2023”, Ana Teresa Ortega presentará “Posmemoria” y Clemente Bernad, “Morir de sueños” y “Los ojos que te faltan”.

*

“Caínes sempiternos” – llamó Luís Cernuda a los vencedores (en “Un español habla de su tierra”, Las nubes, 1943).  Caín y Abel fue una alegoría muy socorrida en los tiempos de la guerra, pero una vez concluida, fue cobrando relevancia otra figura más adecuada a los nuevos tiempos: la de Antígona, la doncella que, por rendir las honras debidas a su hermano muerto en una guerra fratricida, fue condenada a ser enterrada en vida. Su historia nos ha llegado principalmente a través de la tragedia homónima de Sófocles, en la que suena así el decreto que dicta la suerte del vencido: “que ninguno le tribute las honras fúnebres con un enterramiento, ni le llore” (Ant. 203-4).  Aunque tardaron bastantes años en poder estrenarse, diversas versiones de Antígona comenzaron a surgir desde el final mismo de la guerra. Entre las primeras, las de Salvador Espriu, Antígona (escrita en 1939 y publicada en 1955); José Bergamín, La sangre de Antígona, (1939/1956); y también la de María Zambrano, La tumba de Antígona(1947/1967). “Antígona – escribe Zambrano en «Antígona o de la guerra civil» (Ms. 386) – es la tragedia de la guerra civil, de la fraternidad”.

En lo que tienen de oratorio, las imágenes de esta exposición podrían soñarse oficiadas por la voz de Antígona; y en lo que tienen de mitin en defensa de una memoria histórica entera y fraterna, probablemente también.

Miguel Morey

 

CADÁVERES AUSENTES: CUANDO NADIE MIRA, ¿NADIE VE? O CADÁVERES AUSENTES EXTIRPADOS DE SUS VIDAS

1

Los vieron los últimos en ser asesinados, cuando lo eran en grupo y si a pesar del pánico fueron capaces de mantener los ojos abiertos, antes de que les reventara el cráneo un proyectil disparado a bocajarro. Los vieron los asesinos, que apuntaron a sus órganos vitales, que encogieron el dedo para deslizar el gatillo, que quizá ralentizaron la matanza para disfrutar de la contemplación de un miedo tan intenso y satisfactorio o que luego disfrutaron del olor de la pólvora y la sangre, de las últimas convulsiones y estertores de un cuerpo mortalmente herido. Los vieron, alguna vez, testigos escondidos, pastores que dormían a la vera de un camino, curiosos que se asomaron sigilosamente para ver el descuelgue de los cuerpos frente a la tapia de un cementerio; y, a veces, vecinos que fueron avisados por los pistoleros falangista porque sabían que les gustaría disfrutar al verlos morir.

No los vieron las familias, al menos las que nunca supieron dónde escondieron los cuerpos y padecieron muchos años de duelo, por no haber podido enterrarlos. No los vieron sus hijos ni sus hijas, que arrastrarían aquella ausencia a lo largo y ancho de sus fracturadas biografías, que dejaron de acudir a la escuela, que trabajaron como esclavos por un mendrugo, que eran puestos en fila con el resto de niños a la salida de la misa y el sacerdote iba depositando un caramelo en la mano de cada infante y se saltaba las manos de los hijos de los rojos y los avergonzaba públicamente sin el más mínimo rasgo de misericordia. No los vio la justicia que lo hubiera impedido o que hubiera perseguido a quienes escribieron las listas de nombres, a quienes detuvieron ilegalmente,  a quienes torturaron, a quienes dispararon, a quienes borraron propiedades del registro para inscribirlas a su nombre como nuevos propietarios, a quienes abusaron de sus viudas, de sus hermanas, de sus compañeras.

Cadáveres ausentes que habitan como trofeos en las vitrinas de la memoria de los ejecutores, de los inductores, de los alentadores, de quienes exigieron y aplaudieron el baño de sangre, de quienes santificaron las cunetas y las balas, de quienes escribieron el manual de instrucciones de la violencia golpista, de quienes en programas de radio jaleaban, vitoreaban, alentaban a los asesinos y les invitaban a esforzarse para no dejar de serlo ni de ejercerlo.

Mucha gente quiso ver y no pudo, quiso saber y no supo, pero intuyó que entre gritos muchos hombres se agarraron a los marcos de las puertas de sus casas, para no serr llevados, se encerraron en habitaciones, se escondieron desvanes o cuadras pero fueron arrastrados, arrancados, extirpados de sus vidas, sin piedad, sin compasión. Mucha gente escuchó los gritos de las mujeres, de los maridos, de los hermanos, de los hijos o de los vecinos que intentaron detener, impedir, razonar. A veces entre esos gritos podían distinguirse los nombres de los asesinos, los de sus padres, los apodos, los apellidos familiares, las identidades de los instigadores, de los caciques o de los portadores de sotanas.

Llenaron de huesos las cunetas y quienes hicieron rebosar los cauces de la muerte recibieron regalos, becas, palmadas en la espalda, postales oficiales, favores familiares, prebendas, trabajos y trabajillos, enchufes paraconvertirse en funcionarios, administraciones de lotería, gasolineras, recomendaciones para hijos, hermanos, sobrinos.

Llegó la democracia y pusieron cristales tintados en las vitrinas de su victoria, y bajaron el volumen de sus celebraciones, y guardaron en sus armarios las camisas ensangrentadas, los correajes, las pistolas siempre dispuestas. Decidieron silenciar a las viudas que no enterraron maridos, seguir amedrentándolas, culpándolas, asustándolas a ellas, a los hijos de los sin tumba, a los hermanos que peleaban con su miedo para sentirse capaces de pronunciar un nombre, de preguntar en voz baja.

Llenaron el país de altavoces para vender su transición sin justicia, para disfrazar su monarquía heredada de la dictadura, para no dejar que se oyeran otras voces ni despertaran preguntas los profundos silencios. Repitieron una y mil veces que todo había sido maravilloso, que no pasaba nada por dejar las cunetas sembradas de cadáveres, que todos renunciaron, acordaron, se reconciliaron. Los asesinos morían en la cama en habitaciones de casas que habían pertenecido a sus víctimas. Los hijos de los perpetradores se dispersaron, conquistaron partidos políticos, cátedras, periódicos nacidos en democracia para que no muriera la impunidad. Estaban en los ministerios decidiendo, programando algoritmos, financiando comedias, haciendo fracasar a quienes querían contar, a quienes querían gritar, a quienes exigían saber. Crearon un país incapaz de hacer preguntas para que se volviera incapaz de necesitar respuestas.

Quemaron documentos, incendiaron, vaciaron los archivos de posibles pruebas, de comprometidos expedientes. Borraron y blanquearon sus pasados, sus presentes, sus futuros. Usaron detergentes mediáticos, académicos, culturales o el único canal de televisión que era público. Frotaron y frotaron y pintaron en color lo que habían hecho en blanco y negro. Y volvieron a repetir que había sido hermoso, que aquellos sí eran políticos, esos de antes, los que podían alcanzar consensos con los verdugos. Llamaron acuerdo a la imposición, amnistía al miedo, libertad para pensar al silencio. Y para no dejar un solo cabo suelto, ni un pequeño desorden, ni una esperanza viva crearon un inmenso susto, un asalto al Parlamento para recordar que allí seguían, que no habían entregado las armas, que nadie se guardase su miedo porque ellos no iban a guardarse su ira.

2

El operador de la retroexcavadora nota que el cazo ha entrado con más suavidad en esa parte de la cuneta. Eso significa que esa tierra ha sido removida hace menos de cien años. Se lo anuncia al arqueólogo que lleva dos días utilizando un paletín para hacerle indicaciones de por dónde tiene que abrir cada cata y la profundidad que le tiene que dar. “Aquí hay algo”, grita desde la cabina, por encima del rugido del motor.

El arqueólogo le dice que saque despacio la tierra que ha recogido y que le acerque el cazo. Entonces, con una brocha empieza a apartar la tierra hasta que aparece una bota que contiene los huesos de un pie. “Ha aparecido la fosa”, informa a las familias, a los curiosos, a los vecinos de Priaranza del Bierzo que pasan de los setenta y vieron enterrar esos cadáveres el 17 de octubre de 1936. Entre los familiares brotaron emociones, nombres de viudas que murieron sin saber, de hijos que buscaron sin parar.

El agujero que se abrió en ese cuneta, donde por primera vez se exhumó una fosa de desaparecidos por la represión franquista de manera científica, era a la vez una grieta, un telescopio, un observatorio desde el que se comenzaron a ver los crímenes de la dictadura, un despunte del hilo con el que los pistoleros falangistas tejieron una enorme red de terror.

La recuperación de la memoria es una conversación, una discusión con el olvido, con la ignorancia, un señalamiento del poder que oculta sus crímenes. Así comenzaron a levantarse las cunetas, a reprochar sus años de silencio en democracia, a quejarse de que llamaran ejemplar a una transición que no buscó a los desaparecidos, que no escuchó a sus familias, que se negó a dejarles abiertas las puertas de los juzgados. Silencio de los poderes del Estado ante una cifra de al menos 114.226 personas detenedias ilegalmente, torturada, asesinadas y cuyos cadáveres fueron escondidos. Empezaron a gurtar los ecos de los cientos de miles de detenidos ilegalmente en campos de concentración, en cárceles improvisadas, en espacios destinados a la reeducación, al medio millón de exiliados que huyeron de los fáciles cañones de las pistolas fascistas y en su mayoría murieron lejos de los abrazos de sus seres queridos, son volver a pisar los caminos que recorrieron sus infancias.

El trabajo fotográfico de la labor que se lleva a cabo en las exhumaciones en las fosas, de los campos de concentración, de las cárceles de la dictadura, de los monumentos que la enaltecen y de los espacios y paisajes del terror es el fin de un silencio que también ha sido visual, orquestado por las élites.

Los trabajos fotográficos de Clemente Bernad y de Ana Teresa Ortega construyen y constituyen una archivo disperso y conexo, una mirada que traspasa las alfombras bajo las que se barrieron violaciones de derechos humanos, sobre las que se asentaron amenazas dispuestas y destinadas a perpetuar los miedos y los silencios. Sus ojos han mirado a traves de los cuerpos de sus cámaras para que sus objetivos recojan pruebas de los crímenes, documenten lo que nunca ha sido judicialmente investigado. Sus ojos se replican en otros ojos, en otras miradas, en otros espacios. Sus imágenes conversan con quienes al verlas abandonan o disminuyen su ignorancia y para siempre se convierten en testigos.

Emilio Silva


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24 de marzo

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